John Fowles. Foto: Fay Godwin |
John Fowles
El árbol
The tree. Traducción: Pilar Adón
Impedimenta, 2015
Ha sido como una revelación. Han pasado 36 años desde que el escritor británico John Fowles (1926-2005) escribiera este breve ensayo titulado El árbol, pero sus reflexiones sobre la naturaleza siguen siendo tan vigentes (si no más) que en aquellos tiempos en los que aún estaba por despertar la conciencia ciudadana sobre el respeto necesario al mundo en el que todos vivimos. No se trata de un libro con voluntad ecológica al modo de los que hoy día se publican con intenciones buenistas para seguir una vida más equilibrada, sino de una emocionante reflexión sobre el entorno natural y sus relaciones con la vida del autor, con su propia familia y con su experiencia vital alrededor del mundo del arte y de la creación.
El autor de obras (muy conocidas por sus adaptaciones al cine) como El coleccionista (The Collector, 1963), El mago (The magus, 1965) o La mujer del teniente francés (The French Lieutenant's Woman, 1969), entre otras, se zambulle en una de las pasiones obsesivas de su propio padre: el cultivo de árboles frutales en el reducido jardín urbano de su casa (concretamente, perales y manzanos) y el metódico trabajo que le absorbía para lograr los mejores frutos posibles. Esto provoca que el autor haga una semblanza del modo de vida ciudadana, estructurada y organizada que la sociedad promueve y al que él mismo nunca fue afín y del cual era gran representante su padre, gran aficionado, también, a la filosofía. «Los buenos filósofos se dedican a podar el caos de la realidad y lo moldean en formas fijas, logrando así que dé valiosos y deliciosos frutos, al menos, en teoría». Fowles, en cambio, se siente más cercano a las arboledas y a los bosques olvidades, anárquicos en su crecimiento y sin aerosoles ni podas, en los que todo forma un conjunto de interacciones naturales que se influecian mutuamente, tanto «el vuelo de las aves y las ramas desde las que se emprende ese vuelo» como «las hojas agitadas por el viento y la sombra que proyectan sobre el suelo».
Lo que le lleva a criticar de alguna manera el tan admirado método científico, muy útil para muchos aspectos de la sociedad, pero que se descubre restrictivo a la hora de la observación de la naturaleza: «...lo agreste, eso que tan poco le gustaba a mi padre. Nada filosófico. Algo irracional, incontrolable e incalculable. De hecho, está muy cerca de la naturaleza en su estado más salvaje, a pesar de nuestros enormes esfuerzos por “ajardinarlo” todo y por inventar sistemas sociales e intelectuales que lo registren todo».
Una relación con la naturaleza que el mismo Fowles afirmó que fue clave para su producción literaria, a pesar de estar siguiendo pautas de comportamiento alejadas de lo considerado como normal en la sociedad. Pero también huye de lo que de trancendentalismo pueda tener ese acercamiento a lo natural, ya que ese tipo de filosofías que ayudan a entenderse más en relación con la naturaleza no dejan de tener, en su opinión, una visión antropocéntrica del mundo, en función de la cual todo está al servicio del ser humano: «...hemos convertido estas filosofías en algo apropiado para nosotros, para que podamos utilizarlas de una manera que cada vez me resulta más narcisista. Parece que su fin sea hacernos sentir más positivos, más significativos, más dinámicos...».
Una esencia, la de la Naturaleza, que Fowles acaba comparando con la del Arte, en relación a que ambas son imposibles de enseñar, de categorizar, de estructurar, y que solo se sienten adentrándose en su plenitud, casi sin explicaciones, sin denominaciones, sin catalogaciones. Fowles llega a una conclusión: cosificar nuestras experiencias dando nombres a las experiencias remite al pasado de la propia experimentación y acaba convirtiéndose en una cultura que nos lleva a confiar en los que «se ha conseguido y explicado en el pasado» desde una perspectiva artística y científica. Pero «la Naturaleza, por su propia naturaleza, se resiste a todo esto. Espera que la contemplemos de otra manera, en su presente individual y desde un ángulo que se corresponda con nuestro propio presente individual».
Y la naturaleza nos lleva a reflexionar sobre las ciudades, sobre el modo en el que vivimos, relegando lo agreste a cada vez menos lugares y permitiéndonos tan solo pequeños esbozos de naturaleza estructurada en nuestros jardines, en nuestros parques, incluso, en nuestros balcones. Un libro que nos abre la mente hacia nuevas maneras de mirar nuestro entorno (a pesar de, como ya he dicho, estar escrito hace casi cuatro décadas) y que como reflexión final podría resumirse en otras lúcida frase del autor: «Mientras sigamos considerando que la naturaleza es algo que está fuera de nosotros, que está más allá de nuestras fronteras, como un elemento extranjero, apartado, la habremos perdido por completo, tanto en el exterior como en nuestro interior».
Yo ya he colocado este hermoso libro en ese sitio de la biblioteca en donde se sitúan los libros de referencia que probablemente leerás más de una vez y, seguro, recomendarás a cualquier mente dispuesta a descubrir belleza y profundidad más allá de las letras impresas.